Una continuidad cultural en el Mediterráneo central
Sin duda existió una continuidad cultural entre Grecia y Roma, y cuando utilizamos el término "cultura grecorromana" nos referimos a esta similitud y afinidad. Aun así, hay notables diferencias, sobre todo en el ámbito de la religión, por lo que utilizar el nombre "Júpiter" para designar a Zeus es un anacronismo.
Las gentes que conformaron Roma ciudad, y con el tiempo todo el imperio romano, procedían de culturas diversas. En los primeros tiempos encontramos, en la península Itálica, principalmente a los latinos, pueblo indoeuropeo del que descendía en su mayor parte el pueblo romano; a los etruscos, establecidos en la actual Toscana; a los griegos, que habían fundado colonias en el sur de Italia; y a los fenicios, cuya presencia se limitaba a pequeños establecimientos comerciales en la costa. De la confluencia de estas culturas y sus creencias se fue formando, en un primer momento, la religión romana, que posteriormente adoptó cultos orientales.
La asimilación de los dioses de unos y otros se hizo de forma "sincrética", es decir, como una contaminación de las tradiciones autóctonas por elementos de otras religiones. El sincretismo empezó temprano y continuó a medida que Roma conquistaba nuevos territorios en zonas de África, la Galia, Egipto, Siria... En este proceso, los romanos asimilaron principalmente los dioses griegos, y de los etruscos adoptaron el conocido arte de los arúspices o capacidad de hacer presagios examinando las entrañas de las víctimas.
Por su parte, los griegos del sur de Italia habían asimilado algunos dioses etruscos a los propios como, por ejemplo, la diosa etrusca Uni a Hera. Y al contrario, en el panteón etrusco aparecieron divinidades griegas que conservaban su nombre: Aplu (Apolo) o Artumes (Artemis). Así mismo, el culto a Hércules que encontramos más tarde en Roma tiene reminiscencias fenicias, ya que los griegos asimilaron el dios fenicio Melkart a Herakles... y la diosa fenicia Astarté fue asimilada a la etrusca Uni. Pero las divinidades asimiladas conservaban la similitud sobre todo en el nombre, ya que su función solía ser distinta. La asimilación de conocimientos o creencias de otras culturas se produjo en mayor o menor medida en todas las civilizaciones, pero siempre se integran y reinterpretan en función de las necesidades de la cultura receptora.
La vida pública y política de Roma estaba estrechamente vinculada a la religión, y de los dioses se esperaba una eficacia concreta que se obtenía por medio del ritual. Los romanos adoptaron divinidades extranjeras para diferentes momentos -normalmente para acontecimientos muy puntuales, como fue la erección de un templo al dios Apolo al desencadenarse una peste en Roma en el siglo V antes de nuestra era, o la introducción de Esculapio (Asclepio griego), del que se esperaba protección durante las guerras púnicas. Los dioses extranjeros se asociaban al dios romano porque tenían ciertas similitudes. En cualquier caso, la inclusión de un dios extranjero se tenía que hacer teniendo en cuenta los antiguos dioses y ritos para no ofenderles, y la decisión debía partir de la autoridad: el senado durante la República o el emperador.
Los dioses de la ciudad
Los dioses romanos, al igual que los griegos, eran antropomorfos, pero no tenían una personalidad divina definida por unos mitos. De hecho, los romanos no tenían una mitología divina como los griegos, y en el siglo III antes de nuestra era, cuando surgió una literatura latina de inspiración griega, ésta se apropió del legado mitológico griego, creando así su propia mitología. Así fue como Eneas, el héroe de la guerra de Troya, se convirtió en el mítico fundador de Roma. También en el ámbito familiar se esperaba y buscaba la protección divina: existían a tal efecto los Lares y los Penates. Las primeras eran divinidades del hogar, que tenían un altar en la casa, y los Penates eran guardianes de la despensa doméstica.
Una peculiaridad de la religión romana era la organización sacerdotal, que incluía tres categorías: los sacerdotes consagrados a una sola divinidad, como los flamines, el rex sacrorum y las vestales (éstas eran seis mujeres dedicadas al culto de la diosa Vesta); los colegios sacerdotales (los pontífices, los augures, los decemviri sacris faciundis y los septem viri epulones), con el Gran Pontífice a la cabeza, y los Salios, cofradías que intervenían en ritos puntuales. A menudo se conoce el culto a una divinidad en Roma porque se ha conservado el nombre del flamen; por ejemplo, el flamen dialis era el sacerdote consagrado al culto de Júpiter. Pero esta organización no actuaba conjuntamente y, por lo tanto, no era como el actual orden clerical. Aun así, durante el Imperio, el emperador revestiría el cargo de Gran Pontífice y regularía la vida religiosa de Roma.
El panteón romano
La asimilación a los dioses griegos a veces implicaba la pérdida de la función original de la divinidad romana.
Los nombres de dioses asimilados se conocen a través de una liturgia romana llamada lecisternio, en la que se ofrecía un banquete a las estatutas de las divinidades que estaban expuestas.
La antigua tríada romana integrada por Júpiter, Marte y Quirino fue desplazada por la tríada capitolina de Júpiter, Juno y Minerva, que compartían templo y culto:
Júpiter: Venerado como dios soberano, era el dios del rayo fulminante y de los auspicios, y fue asimilado al Zeus griego. En el Capitolio recibía el apelativo de Júpiter Óptimo Máximo como dios protector de Roma. Los generales victoriosos acudían a este templo para rendir tributo al dios soberano que les había ayudado a obtener la victoria. En Roma, cualquier plegaria debía ir precedida de una invocación a Júpiter y a Jano.
Juno: Diosa protectora de las madres y los niños, a veces se la invocaba como diosa de la guerra. Fue asimilada a la Hera griega.
Minerva: Antigua diosa romana de origen etrusco, completa la tríada sentada a la derecha de Júpiter. Era la diosa de los artesanos y artistas y, ocasionalmente, de la guerra. Fue asimilada a la diosa griega Palas Atenea.
Apolo: Fue introducido como dios griego y mantuvo su nombre. Se le asimiló en su cualidad de dios médico, y con Augusto se le reconoció también su naturaleza profética.
Ceres: Antigua diosa que, tempranamente, fue asimilada a Deméter. Era la diosa de la agricultura, la dispensadora del grano. En el culto público fue asociada a otras dos divinidades, formando la tríada Ceres-Liber-Libera.
Diana: Diosa latina, que fue asimilada a la griega Artemisa en las funciones de diosa cazadora, protectora de las mujeres gestantes y, como la antigua Gran Diosa Madre, diosa lunar.
Hércules: Para los romanos era una divinidad de origen griego. Se le veneraba como protector del comercio a larga distancia y como dios de la victoria.
Jano: Dios genuinamente romano que no tenía parangón con ningún dios griego. También se le conocía como Jano bifronte, ya que se le representa con dos caras, una mirando al pasado y la otra, al futuro. Era el dios de todos los comienzos. En tiempos de paz su pequeño santuario permanecía cerrado, y se abría en tiempos de guerra.
Lares: Protectores de los romanos, eran concebidos como ancestros divinos y se oponían a los Manes. Su zona de influencia solía ser rural y sus estatuillas eran colocadas tanto en las propiedades como en los cruces de caminos.
Manes (Manes di): Dioses infernales que más tarde aparecen como los dioses protectores de los difuntos.
Marte: Antigua e importante divinidad romana, no era el dios de la guerra (pues ése era el dominio de Júpiter), sino del combate. Fue asimilado al dios griego Ares.
Mercurio: Antiguo dios romano del comercio (merx, mercancía), por lo que se constituyó en patrón de los comerciantes. Fue asimilado al Hermes griego.
Neptuno: Dios latino, patrón de todas las aguas por su asimilación al dios griego.
Poseidón: también patrón de las corrientes marinas.
Saturno: fue tempranamente asimilado al dios griego del tiempo, Cronos. En su nombre se celebraban unas fiestas muy populares, llamadas Saturnalia.
Venus: Antigua diosa romana que desempeñaba un papel tutelar en la religión oficial. Fue asimilada a Afrodita, diosa griega del amor.
Vesta: Diosa romana antiquísima. Era la diosa del hogar de Roma. En su templo, unas sacerdotisas vírgenes consagradas (las conocidas vestales) se encargaban de mantener encendido el fuego de la ciudad.
Vulcano: tras ser asimilado al dios Hefesto, sólo mantuvo sus funciones como dios del fuego destructor y de los incendios.
La divinización del poder en Roma
La ciudad romana de Tarraco, la actual Tarragona, fue una de las primeras posesiones occidentales del Imperio que instauraron por decisión propia el culto a Octavio Augusto, primer emperador de Roma. Se le erigió un templo en el que oficiaba un sacerdote y se introdujeron juegos (ludi) en su honor.
El origen y desarrollo del culto imperial fue ajeno a las imposiciones de la administración imperial. Eran cultos practicados de forma espontánea por las ciudades, las provincias o los particulares y se enmarcaban en las antiguas tradiciones religiosas de los diferentes pueblos del Imperio.
Además, el culto imperial solía ir acompañado de un culto paralelo a Vesta, diosa protectora de la ciudad. En la ciudad de Roma, el culto al emperador se fue instaurando lentamente, ya que las antiguas tradiciones religiosas se oponían a la idea de divinizar a una persona viva. El culto al emperador sólo se introdujo con la implantación de la apoteosis, término que designaba la deificación de una persona después de su muerte proclamándola divus o diva, según se tratase de un hombre o una mujer.
El culto al monarca
La costumbre de rendir culto al monarca provenía del Próximo Oriente y estaba muy extendida en Egipto, donde el faraón era venerado como un dios. Los posteriores soberanos de Egipto, tanto los reyes persas aqueménidas como Alejandro Magno, perpetuaron esta tradición.
De los dioses se esperaba protección, sobre todo en los momentos de inestabilidad política, que durante la República, y en menor medida durante el Imperio, eran muy frecuentes. Esto llevó consigo la celebración, es decir divinización, del general o emperador victorioso que había reconquistado la paz, por lo cual se le atribuía un poder divino. Sin embargo, esto no significaba que fuera considerado como un dios, sino que se ensalzaba su excepcionalidad y se le situaba por encima de los demás hombres. En cierto modo esta costumbre era parecida al culto a los héroes en Grecia, figuras sobrehumanas pero no por ello divinas.
En la religión romana ya existían implícitamente los requisitos necesarios para la divinización de personas vivas. Éstos se hallaban en una antigua tradición romana de divinizar conceptos abstractos como, por ejemplo, la Victoria Augusta o de un modo más personalizado, en época de César, la Clementia Caesaris (Clemencia de César). En esta tradición se inscribía el culto al Genius, que era la divinización de la personalidad. Esta conjunción fue aprovechada por Augusto, quien mandó asociar el culto de su propio Genius al culto de los Lares de la ciudad, cuyos altares estaban instalados en todas las encrucijadas de Roma.
El proceso de divinización del emperador, iniciado por Octavio Augusto, que inauguró el Imperio como "hijo del divinizado" (divi filius) César, fue lento. Pero él no aceptó ser divinizado en vida y lo fue después de su muerte. Aun así, preparó el camino: el senado le otorgó epítetos como Optimus y, sobre todo, el de Augusto. Estos epítetos, en su mayoría superlativos, solían acompañar al nombre de una divinidad, como era el caso del Júpiter Optimus de la tríada capitolina. Simultáneamente se multiplicaron, por decisión del senado, los cultos a abstracciones como la Pax Augusta o la Concordia Augusta. Por ellas se creaba una ambigüedad que, inevitablemente, llevó a confundirlas con el detentador de este epíteto, Octavio Augusto. El camino que conducía a la divinización quedaba allanado.
Emperadores y sacerdotes
Augusto, y después de él todos los emperadores, acumularon cargos sacerdotales (como el de Gran Pontífice) y ejercieron el monopolio sobre los auspicios (interpretación de los presagios). Como consecuencia, asumieron un poder arbitrario sobre las cuestiones religiosas. Así fue como el emperador Tiberio pudo expulsar de Roma a los caldeos o Claudio a los judíos. Poco a poco, el emperador se fue convirtiendo en el intermediario "natural" entre el pueblo romano y los dioses. De hecho, el culto imperial y su acatación eran considerados una muestra de civismo. En el calendario litúrgico de Roma, el culto a los divi ocupó un espacio cada vez mayor y desde la oficialidad se proclamaban las "virtudes" sobrenaturales del emperador. No sólo se exaltaba su figura, sino la de toda su familia. Por ello Calígula decretó la divinización de su hermana Drusila como diva Drusilla.
En el panorama religioso politeísta, esto significó la introducción de la idea de una única divinidad por encima de las demás. El emperador Aureliano, en el siglo III d.C., instauró el culto al Dios Sol Invencible (Sol Invictus). De esta manera el Sol, al que Aureliano consideraba su protector personal, fue proclamado dios soberano del Imperio romano. Con este nuevo aspecto de la vida religiosa romana entraron en conflicto los cristianos. A pesar de la tradicional tolerancia a la práctica de cualquier culto (aunque, los cristianos fueron perseguidos desde el principio), a partir de este momento el culto imperial tenía un tinte de idolatría que era inaceptable para el monoteísmo cristiano.
Paralelismos entre los dioses mediterráneos
Grecia: Zeus
Roma: Júpiter
Atribuciones romanas: Protector de la ciudad
Grecia: Hera
Roma: Juno
Atribuciones romanas: Diosa del ciclo lunar. Sus fiestas: las Matronalia (1 de marzo)
Grecia: Atenea
Roma: Minerva
Atribuciones romanas: Diosa de la guerra y de la paz. Fiesta el 19 de marzo
Grecia: Afrodita
Roma: Venus
Atribuciones romanas: Venus Genitrix ("Venus madre"
Grecia: Apolo
Roma: Apolo
Atribuciones romanas: Protector personal (y quizá padre) de Julio César
Grecia: Ares
Roma: Marte
Atribuciones romanas: Dios de la guerra
Grecia: Artemisa
Roma: Diana
Atribuciones romanas: Protectora de las amazonas independientes del yugo masculino
Grecia: Dioniso
Roma: Baco
Atribuciones romanas: Liber Pater. Sus fiestas, las Bacanales
Grecia: Poseidón
Roma: Neptuno
Atribuciones romanas: Dios del elemento húmedo. Su fiesta: 23 de julio (en plena sequía veraniega)
Grecia: Heracles (héroe)
Roma: Hércules
El encuentro del cristianismo con el paganismo
Sangre de mártires, semilla de cristianos
Los primeros destinatarios del mensaje de Jesús fueron los judíos de la diáspora y los prosélitos. Las sinagogas se convirtieron en centros de difusión de la buena nueva. Pero en el espacio de muy pocos años, y ante el rechazo de los dirigentes judíos, los cristianos ampliaron su círculo de oyentes para incluir también a los paganos.
Dentro de las fronteras del Imperio romano los primeros contactos fueron pacíficos. La política romana en asuntos religiosos se basaba en la tolerancia. A los pueblos sometidos se les permitía conservar sus creencias y practicar sus ritos. Los romanos podían adoptar los cultos extranjeros que, de hecho, proliferaron en Roma, en particular los cultos orientales de Mitra e Isis. El clima prevalente era proclive a un cierto sincretismo. Pablo aprovechó al máximo para su labor misionera dos grandes conquistas del Imperio: una lengua común (el griego) y una magnífica red de calzadas que garantizaban la seguridad de los viajeros.
Pero el cristianismo estaba llamado a chocar de forma inevitable con el paganismo. No era un culto más que viniera a sumarse a los ya existentes, sino que por sí mismo era excluyente. No admitía la legitimidad de otras creencias porque negaba la existencia de otros dioses. Más aún, el cerrado monoteísmo cristiano -que confesaba un solo Dios, un solo Salvador y un solo Señor- era inconciliable con la religión oficial romana, que incluía entre sus elementos el culto al divino emperador y a la diosa Roma. Participar en estos cultos se interpretaba como signo de lealtad al Estado. Negarse a ello equivalía a cometer un crimen de lesa patria.
Las persecuciones
De todas formas, en los dos primeros siglos sólo se registraron persecuciones esporádicas contra los cristianos, aduciendo razones que a veces no tenían un componente religioso. Así, la de Nerón fue provocada por la acusación de que los cristianos habían provocado el incendio de Roma. Las grandes persecuciones sistemáticas contra el cristianismo en cuanto tal, porque se le consideraba una amenaza para la existencia del Imperio, se iniciaron con el emperador Decio (249-251) y tuvieron una terrible culminación en 303-304, cuando el emperador Diocleciano dictó cuatro edictos contra los cristianos, al parecer no por iniciativa propia, sino bajo la presión de su césar Galerio.
Las persecuciones no fueron continuas, sino esporádicas, con amplios intervalos de tregua que permitieron llevar adelante la tarea de evangelización y el aumento de las conversiones. Pero aun con estos dilatados períodos de paz, la suerte de los cristianos era muy precaria, ya que al no estar incluido el cristianismo en el catálogo de las religiones toleradas, en cualquier momento y lugar, y dependiendo del capricho o del talante personal de las autoridades, podían verse despojados de sus bienes, desterrados o condenados a la pena capital. Con ello, la fe de los cristianos se ahondó en su forma de expresión más eminente: la del martirio.
El culto a los mártires
"Mártir" designa a quien presta un testimonio bajo juramento. Durante las persecuciones, este concepto adquirió su significación actual de persona que testifica la verdad de su fe cristiana, aunque este testimonio le cueste la vida.
Pasados setenta años desde la última persecución, rigió la Iglesia de Roma el papa Dámaso (366-384), quien compuso no menos de ochenta poemas dedicados a santos mártires enterrados en las catacumbas. De su profundo respeto por los mártires da fe este fragmento conservado en una lápida:
"Aquí, lo confieso, habría querido yo, Dámaso, depositar mis restos, / pero tuve miedo de causar molestia a las santas cenizas de los justos".
Fue aquélla una época de veneración dirigida a quienes durante las persecuciones habían dado su vida a cambio de la permanencia en la fe cristiana. Las catacumbas se convirtieron en el centro de culto y de peregrinación desde los más alejados confines del mundo romano y en codiciado lugar de reposo como cementerio de los devotos ricos.
Constantino el Grande
Filosofía, religión y poder
En el clima de libertad concedido a la Iglesia por las autoridades civiles del Imperio Romano se aceleró la construcción del gran edificio doctrinal cristiano con materiales procedentes de la revelación y analizados a la luz de la filosofía.
A principios del siglo IV, y en el espacio de apenas un decenio, la situación del cristianismo en el Imperio Romano experimentó un cambio radical. Todavía en el año 304, el cuarto edicto de Diocleciano obligaba a todos los cristianos sin excepción (no sólo, como hasta entonces, al clero y a los funcionarios y los soldados) a ofrecer sacrificios a los dioses bajo pena de muerte. Fue la gran persecución universal. La renuncia del emperador, en el año 305, supuso el cese o al menos el relajamiento de la aplicación de las medidas en los territorios occidentales. En el año 311 se promulgaba el "edicto de tolerancia", confirmado, para todo el imperio, por Constantino el Grande en virtud del llamado "edicto de Milán". Se han aducido varias causas para explicar tan trascendental decisión: una visión divina, un sueño o la promesa de ayuda del Dios cristiano en la batalla de Puente Milvio (312), donde Constantino alcanzó un triunfo decisivo sobre Majencio. En cualquier caso, el emperador comprendía que no podía gobernar y mantener unido el Imperio con la oposición de los cristianos. Sin embargo, no fue ésta la única razón de su cambio de actitud. En efecto, a partir de entonces no trató al cristianismo como una religión más, sino que le concedió, de forma cada vez más acentuada, un trato de favor que la convertía prácticamente en la religión oficial del Imperio. Se prohibió a los funcionarios públicos ofrecer sacrificios a los dioses y se destruyeron algunos templos paganos. La situación había experimentado un cambio radical.
El florecimiento de la teología filosófica
El nuevo clima de tolerancia y favor de que gozaba el cristianismo impulsó el ritmo de las conversiones. Urgía establecer fórmulas claras y sencillas que hicieran conceptualmente accesible el contenido de su nueva religión a aquellas grandes masas, de muy diferentes niveles culturales y muy poco o nada familiarizadas con la mentalidad y las expresiones semitas de las primeras generaciones cristianas.
Esta tarea de esclarecimiento conceptual contaba con insignes antecedentes. Ya en el siglo II, y sobre todo en el III, hubo pensadores cristianos que fundaron, por iniciativa propia, es decir, no comisionados ni respaldados por la autoridad religiosa oficial, academias particulares en las que enseñaban, a quienes quisieran acudir a ellas, la "nueva filosofía". Destacan en este sentido las escuelas cristianas de Alejandría y Antioquía, los dos grandes centros del saber de aquella época, y campo, por tanto, bien abonado para la especulación. Estuvo al frente de la primera Clemente de Alejandría y, a continuación, y desde los 18 años de edad, Orígenes (185-254). Dotado de una inteligencia excepcional, Orígenes, uno de los pensadores más originales de toda la historia del pensamiento teológico, asumió la tarea de exponer a sus alumnos los sistemas filosóficos entonces cultivados (fundamentalmente el neoplatonismo), para presentar a continuación el cristianismo como la culminación de todos ellos. Orígenes desarrolló una prodigiosa actividad literaria y ejerció una influencia determinante en los Padres y doctores de la Iglesia, y a través de ellos, en toda la teología cristiana. Para desgracia suya y de la ciencia, fueron numerosas las copias de sus escritos hechas por herejes que intentaban así deslizar -bajo la autoridad del gran maestro- sus propias ideas, por lo que el pensamiento origenista fue perdiendo crédito. La condena de su doctrina en el II concilio de Constantinopla, celebrado en el año 553, supuso la práctica desaparición de todas sus obras.
Frente a la interpretación alegórica de la Escritura practicada por la Escuela de Alejandría, los maestros de Antioquía cultivaban una exégesis más ceñida al sentido literal. En realidad, muchas de las grandes controversias cristológicas y trinitarias libradas en la Iglesia antigua tuvieron su origen en las diferentes orientaciones filosóficas y exegéticas, no exentas de rivalidades personales entre sus dirigentes, de estas dos grandes escuelas cristianas.
Los pensadores cristianos debían mantener un principio irrenunciable de su fe: Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre. Debían esforzarse por arrojar sobre este misterio luz racional que facilitara su aceptación y que, además, demostrara que la afirmación de que Jesús es Dios es conciliable con el otro gran enunciado de que hay un solo Dios.
La interpretación gnóstica y neoplatónica del cristianismo
De entre los múltiples credos, cultos y sistemas que pululaban, se enfrentaban o mezclaban para confluir en una especie de sincretismo religioso universal, había dos que parecían particularmente idóneos, en razón de su vocabulario y del contenido de sus enseñanzas, para convertirse en útiles herramientas intelectuales con las que explicar la realidad cristiana: el gnosticismo y el neoplatonismo.
La poderosa corriente de la gnosis (= ciencia, conocimiento) aportaba, en su vertiente cristiana, la idea de que la salvación se obtiene gracias a una serie de enseñanzas ocultas, reveladas a los iniciados por un ser supramundano, que purifican el espíritu, lo liberan de las tinieblas y lo redimen elevándolo a las regiones de la luz. Dios no puede ser el creador directo del universo porque no puede tener ningún contacto con la materia, que es mal y oscuridad. Lo ha creado a través de un demiurgo. Éstas habrían sido justamente las misiones desempeñadas por Jesús. Al principio del cosmos habría sido el demiurgo el plasmador del universo a partir de una materia preexistente. Y en la plenitud de los tiempos se habría convertido, mediante las enseñanzas de Jesús de Nazaret, en el Redentor de los hombres.
La influencia más profunda de la filosofía helenista sobre el cristianismo fue ejercida por el neoplatonismo. De hecho, casi todos los grandes pensadores cristianos de aquellos siglos aceptaron ideas platónicas y recurrieron a sus categorías para explicar la naturaleza de la divinidad, la esencia del Logos (identificado con Cristo) o el proceso de la creación mediante enamaciones divinas. Avanzaban así por la senda intelectual ya practicada desde antiguo por los judíos de la diáspora helenista.
Constitución del dogma cristiano
El persistente deseo de adecuar las verdades de la fe al cambiante lenguaje y a las nuevas preguntas que la mente racional siempre plantea a la fe ha desembocado en renovados esfuerzos por descubrir las fórmulas más adecuadas a cada etapa histórica y a cada ambiente filosófico, cultural y existencial. Por ello, ha sido necesario precisar y matizar los credos anteriores. Puede mencionarse como una de las aportaciones más destacadas al símbolo niceno-constantinopolitano (pero que ya no goza del asentimiento de todas las corrientes cristianas) el credo del concilio de Toledo del año 589, con la explicitación de que el Espíritu Santo procede del Padre "y del Hijo". El llamado credo Quicumque, falsamente atribuido a san Atanasio, parece inspirarse en las obras de san Agustín. En 1564, Pío IV propuso una profesión de fe, a la que el concilio Vaticano I añadió el enunciado sobre la infalibilidad del papa. En 1910, el papa Pío X formuló como profesión de fe exigible especialmente a los profesores de teología el juramento antimodernista. En 1968, en un nuevo intento de búsqueda de fórmulas comprensibles para las generaciones actuales, Pablo VI propuso su personal profesión de fe. Se trata, de hecho, de una tarea nunca acabada. Se registrarán siempre nuevas formulaciones, aunque posiblemente no serán presentadas a los fieles de la misma manera y con las mismas estructuras que las declaraciones dogmáticas del pasado.
En la tarea de exploración de los contenidos de la revelación cristiana con ayuda de la razón filosófica hubo muchos tanteos, aproximaciones, inexactitudes, confusiones e incluso claras desviaciones conceptuales. Los grandes concilios dogmáticos de este período, desde el siglo IV al VII, llevaron a cabo la labor de aclaración, delimitación y fijación de la doctrina.
Concilio de Nicea (325), contra el arrianismo. Arrio, presbítero de Alejandría pero educado en la Escuela de Antioquía, se proponía salvaguardar ante todo el principio de la existencia de un solo Dios. Creía, por tanto, necesario negar la divinidad y la eternidad del Hijo. El concilio condenó estas ideas, declarando que el Hijo es de la misma sustancia (omoousios) que el Padre. No son dos dioses porque ambos comparten la misma y única naturaleza divina.
Concilio I de Constantinopla (381), contra el apolinarismo. Apolinar de Laodicea defendió con tal ardor la divinidad de Cristo, que pasó al extremo contrario y negó que fuera verdadero hombre. El concilio definió que Jesús es Dios verdadero y verdadero hombre. En este concilio se declaró también la divinidad de la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo.
Concilio de Éfeso (431), contra el nestorianismo. El monje antioqueno Nestorio sostenía que Jesús y el Hijo de Dios eran dos personas distintas. La Virgen María habría sido madre tan sólo del hombre Jesús, no de Dios. Los padres conciliares establecieron que en Jesús hay una sola persona, la divina, en dos naturalezas, una divina y otra humana. La Virgen, por haber engrendrado la naturaleza humana de Jesús, es llamada, con justo título, madre de la persona que posee esta naturaleza, esto es, madre de Dios.
Concilio de Calcedonia (451), contra el monofisismo. El monje Eutiques de Constantinopla entendía que en Cristo había dos naturalezas sólo antes de la unión personal (hipostática). Después de la unión, la naturaleza divina habría absorbido a la humana y Jesús tendría una sola naturaleza (monofisis). Los padres conciliares insistieron en la doctrina de las dos naturalezas, una divina y otra humana, en Jesús.
Concilio II de Constantinopla (553), contra los tres grandes maestros ("los tres capítulos" de la Escuela de Antioquía, acusados de defender doctrinas favorables al nestorianismo, y contra el origenismo.
Concilio III de Constantinopla (680-681), contra el monotelismo. Sergio, patriarca de Constantinopla, creía poder deducir lógicamente, de la doctrina de la unión hipostática en Cristo, la existencia de una sola energía y una sola voluntad (monotelismo), divina, en Cristo. El tema provocó grandes y enconadas controversias. El concilio de Constantinopla restableció la paz al confirmar la doctrina ortodoxa de las dos voluntades y dos operaciones en Cristo.
No cabe ocultar, sin embargo, que tan complejas tomas de postura religiosa ocultaban intereses de poder en los imperios. Las tres grandes Iglesias actuales (católica, ortodoxa y protestante) aceptan las enseñanzas de estos seis concilios ecuménicos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario