jueves, 18 de diciembre de 2008

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QUINTA PARTE DEL ARTICULO


Las bicentenarias agresiones de Estados Unidos contra America Latina y el Caribe



LAS VACILACIONES DE JAMES CARTER

1977: Rodeado de promisorios augurios para las relaciones interamericanas, ocupó la Casa Blanca el presidente demócrata James Carter (1977-1981); quien de inmediato anunció su compromiso de impulsar los derechos humanos y las libertades fundamentales en el continente, así como “un multifacético plan de desarrollo para el Caribe”. Sin embargo, denotando los límites de esa política, realizó pronunciamientos favorables a la eventual anexión de Puerto Rico y la Casa Blanca admitió otro sangriento golpe de Estado en El Salvador dirigido a desconocer la victoria electoral al entonces candidato presidencial de la Unión Nacional de Oposición, el coronel retirado Ernesto Claramount. Como resultado se apoderó de la presidencia el sanguinario general Carlos Humberto Romero (1977-1979). Asimismo, la Casa Blanca mantuvo sus vínculos con el general Fernando Romeo Lucas García (1978-1982), a pesar de la brutal política represiva desplegada a lo largo de su mandato.

Paralelamente, la administración Carter adoptó una actitud contemporizadora frente a los restantes regímenes terroristas de Estado instaurados en el continente, sobre todo, después que la mayor parte de estos decidieron romper sus tratados militares con Estados Unidos. Así se expresó en Conferencia Interamericana sobre Derechos Humanos convocada por la OEA en Granada. En esta el Secretario de Estado norteamericano, Cyros Vance, aceptó las presiones de los representantes tales gobiernos militares. Estos se opusieron a que la conferencia condenara las brutales violaciones a todos los derechos humanos que estaban produciendo en América Latina y el Caribe.

1978: Con vistas a impedir el fraude electoral, así como un eventual golpe de Estado organizado por los partidarios del “dictador civil” dominicano Joaquín Balaguer, la administración Carter emprendió una nueva “intervención democrática” en ese país. Esta favoreció al terrateniente “socialdemócrata” Silvestre Guzmán Fernández (1978-1982) quien, para pagarle el favor, abrió aún más las puertas de su país a la penetración económica, política y militar de Estados Unidos.

Paralelamente - y contrariando los deseos de la Casa Blanca-, la dictadura de Anastasio Tachito Somoza (1957-1979) asesinó al director del diario La Prensa, Pedro Joaquín Chamorro. A pesar de ello y de los continuos avances del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), la administración Carter emprendió diversas maniobras para preservar su sistema de dominación sobre ese país e instaurar lo que se definió como “un régimen somocista sin Somoza”. Previamente, dándole continuidad a la política de “aliados privilegiados”, Carter procuró restablecer la armonía de sus relaciones con las dictaduras militares de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, Uruguay y Paraguay. Conforme a esa política, las transnacionales norteamericanas acrecentaron sus jugosas inversiones en la región y la banca transnacional —apoyada por el FMI y el BM— continuó transfiriéndoles abultados créditos a esas dictaduras militares; esto a pesar de que era evidente que una parte de esos créditos se dirigían a la adquisición de armamentos en diversos países aliados de los Estados Unidos, tales como Alemania, Israel y Corea del Sur.

1979: Con el propósito de impedir la victoria del FSLN, en la XVIII Reunión de Consultas de Ministros de Relaciones Exteriores de la OEA, la Casa Blanca —con el respaldo de las dictaduras militares de Guatemala, Honduras y El Salvador— propuso la formación de una Fuerza Interamericana de Paz para intervenir en Nicaragua. Tal propuesta fue rechazada. Sin embargo, desde el SOUTHCOM (radicado en Panamá) las fuerzas armadas estadounidenses continuaron suministrándole a la dictadura de Somoza todos los recursos militares necesarios para reprimir la insurrección pueblo nicaragüense. A pesar de ello, el 19 de julio, se produjo la victoria de la Revolución Sandinista. No obstante sus amplios enunciados programáticos, los círculos de poder estadounidenses comenzaron a conspirar contra la misma, al igual que contra la naciente revolución que bajo la dirección de Maurice Bishop se había producido en la pequeña isla de Granada.

Igualmente, la administración Carter provocó una “minicrisis” en sus relaciones con Cuba. En ese contexto, el Pentágono organizó diversas maniobras militares agresivas en la región; incluidas las que se efectuaron la Base Naval ubicada en la Bahía de Guantánamo.

Previamente, y para disgusto del general Omar Torrijos, el Senado estadounidense había aprobado las llamadas “Enmienda Conchini” y la “Ley Murphy” como condición imprescindible para aprobar los Tratados Torrijos-Carter de 1977. Ambos instrumentos jurídicos –aceptados por la Casa Blanca— vindicaron, una vez más, el supuesto derecho norteamericano a “proteger” ad infinitum el Canal de Panamá.

Paralelamente, con la complicidad del establishment de seguridad de Estados Unidos, se consolidó en Honduras la “narcodictadura” del general Policarpo Paz Díaz (1978-1981) y –con la intervención de la Embajada de Estados Unidos— fue “neutralizada” una sublevación de la Organización de Jóvenes Militares de El Salvador. Como resultado, se formó una Junta Cívica Militar, en las que conservaron su poder los sectores represivos de las Guardia Nacional y del Servicio de Inteligencia Militar.

Por otra parte, con el decidido apoyo de la dictadura militar argentina se instauró en Bolivia la “narcodictadura” presidida por el general Luis García Meza. Esta, al igual que su predecesora, implantó un régimen de terror en todo el país.

1980: Pese al alevoso asesinato de tres monjas estadounidenses y del Obispo de San Salvador, monseñor Arnulfo Romero, así como del ambiente de terror que existía en ese país centroamericano entonces gobernado por una represiva Junta Cívico-Militar impulsada por el establishment de seguridad de Estados Unidos, la Casa Blanca incrementó su ayuda económica y militar a El Salvador; incluido el envío de nuevos asesores militares que tenían la misión de formar batallones antiguerrilleros capaces de derrotar a las fuerzas político-militares del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional.

Paralelamente, la administración Carter desplegó un exitoso plan dirigido a derrotar mediante un virtual “golpe de Estado” al premier jamaicano Michael Manley (quien fue “electoralmente” sustituido como Primer Ministro por el líder derechista del JLP, Edward Seaga) y conspiró con la monarquía constitucional de Holanda con vistas a derrocar al gobierno progresista del sargento Desy Bouterse (1980-1987) en Surinam.

Asimismo, la Casa Blanca mantuvo su respaldo al reaccionario gobierno del liberal colombiano Julio César Turbay Ayala (1978-1982) a pesar de que este –y su reaccionario Ministro de Defensa, general Luis Carlos Camacho Leyva— habían emprendido draconianas medidas represivas con vistas a derrotar el creciente descontento popular contra su administración. Tan grave era la situación que la conocida institución Amnistía Internacional publicó un informe condenando duramente al gobierno colombiano.

Paralelamente, se produjo un acentuado proceso de militarización en el Mar Caribe. Como parte de este, se efectuaron potentes maniobras militares estadounidenses en la mal llamada “Base Naval de Guantánamo; en las cercanías del Canal de Panamá; en Puerto Rico y a lo largo y ancho del Mar Caribe y del Golfo de México. A decir de Carter, esas y otras acciones militares iban dirigidas a “defender los intereses de Estados Unidos en la región”, así como a “satisfacer las solicitudes de ayuda por parte de sus aliados y amigos”; entre ellos, el régimen terrorista implantado desde 1971 por Jean-Claude Duvalier (Baby Doc) en Haití y al represivo gobierno del terrateniente “socialdemócrata” dominicano Silvestre Guzmán Fernández; quien recibió a varios delegaciones de altos Oficiales de las fuerzas armadas estadounidenses. Estos venían propugnando la conformación de un “sistema de seguridad colectiva” en el Mar Caribe dirigido a “enfrentar la agresión cubana y soviética en esa parte del hemisferio occidental”; idea que encontró algunos oídos receptivos entre los gobiernos derechistas que entonces preponderaban en el Caribe Oriental; en particular en el derechista Primer Ministro de Barbados, Tom Adams, quien propugnó –con el apoyo del SOUTHCOM— la conformación de un Sistema de Servicios Conjuntos de las Guardias costeras, las magistraturas y los cuerdos policiales de los países integrantes de la Organización de Estados del Caribe Oriental (OECO).

En contraste, la administración Carter le suspendió la ayuda económica a la Junta de Reconstrucción Nacional de Nicaragua.

[editar]LAS “GUERRAS SUCIAS”
1981: Llegó a la presidencia de los Estados Unidos el candidato de los sectores más reaccionarios del Partido Republicano, Ronald Reagan, acompañado —en carácter de vicepresidente— por uno de los ex jefes de la CIA, George H. Bush. En consecuencia, la Casa Blanca desplegó una intensa ofensiva dirigida a estrechar sus relaciones con todas las dictaduras militares, con todas las “democracias-represivas” y con todos los gobiernos conservadores instaurados en América Latina y el Caribe. En correspondencia con esa decisión, se efectuaron en Washington varias reuniones secretas con diversos dictadores militares.

En ese contexto, y dándole continuidad a los acuerdos adoptados en Washington el año precedente con varios dirigentes de la Internacional Demócrata Cristiana, la Casa Blanca respaldó la represiva y contrainsurgente Junta Militar-Demócrata Cristiana instalada en El Salvador bajo la presidencia de José Napoleón Duarte (1980-1982).

A su vez, con el apoyo de los gobiernos de El Salvador, Costa Rica, Honduras y, más tarde, de Colombia y Venezuela, se institucionalizó la llamada Comunidad Democrática Centroamericana (CDCA) enfilada a agredir a la Revolución sandinista y a sofocar las multiformes luchas por la democracia y la justicia social que se desplegaban en El Salvador, Honduras y Guatemala. En ese contexto, los gobiernos de estos países –con el apoyo de la dictadura militar argentina y de la CIA— comenzaron a organizar las bandas contrarrevolucionarias nicaragüenses ya asentadas en el territorio de Honduras y, en menor medida, en Guatemala. Se comenzaron a crear así las condiciones de “las guerras sucias” –calificadas en el argot militar estadounidense como “conflictos de baja intensidad”—, libradas por el dúo Reagan-Bush en Centroamérica.

En medio del despliegue de esa política pereció en un extraño accidente aéreo el líder del pueblo panameño, general Omar Torrijos.

1982: El presidente Ronald Reagan –en consuno con los reaccionarios primeros ministros de Barbados, Tom Adams, y de Jamaica, Edward Seaga— anunció la denominada Iniciativa para la Cuenca del Caribe que –independientemente de sus derivaciones económico-comerciales posteriores—, sirvió de fachada para el despliegue de un intenso plan contrarrevolucionario en la Cuenca del Caribe. Con tal fin, y siguiendo las directrices del Pentágono, los gobiernos conservadores que entonces integraban la Organización del Caribe Oriental (OECO), finalmente firmaron un Acuerdo de Cooperación Regional en Asuntos de Seguridad que se venía impulsando desde el año 1980. Previamente, la Casa Blanca y la dictadura militar chilena habían apoyado las acciones militares emprendidas por la Dama de Hierro, Margarte Thatcher, con vistas a preservar el dominio colonial británico sobre las Isla Malvinas.

Posteriormente, Reagan realizó un viaje a Costa Rica y Honduras. En este último país obtuvo el apoyo del presidente Roberto Suazo Córdova (1982-1986), del Consejo Superior de las Fuerzas Armadas (COSUFA) y del entonces Ministro de Defensa, general Guillermo Álvarez Martínez para transformar a esa nación en la principal “plaza de armas” de la “guerra sucia” desatada durante una década por los Estados Unidos contra la Revolución sandinista. Como parte de esa estrategia, la Casa Blanca y las iglesias fundamentalistas de Estados Unidos respaldaron la genocida política de “tierra arrasada” emprendida por el nuevo dictador guatemalteco José Efraín Ríos Montt (1982-1983).

1983: Luego del oscuro asesinato de Maurice Bishop y de otros de sus compañeros de lucha, las fuerzas armadas estadounidenses con el apoyo simbólico de la OECO, emprendieron una brutal invasión contra la pequeña isla de Granada. En el propio año, al socaire de la llamada Iniciativa para el Caribe, la Casa Blanca y el Pentágono desplegaron un intenso proceso de militarización de las naciones centroamericanas y caribeñas. Como consecuencia se fortalecieron las dictaduras militares o cívico-militares de El Salvador, Honduras y Guatemala. Lo antes dicho posibilitó el restablecimiento de las criminales labores del Consejo de Defensa Centroamericano (ahora integrado por las fuerzas armadas de Honduras, El Salvador, Guatemala y los Estados Unidos) que habían sido interrumpidas, luego de la “guerra del fútbol entre Honduras y El Salvador (1969).

Asimismo, se montó un poderoso dispositivo militar estadounidense en Honduras que incluyó diversas bases militares y la acción de un batallón secreto que, al menos hasta 1984 (fecha en que fue expulsado de ese país el general Guillermo Álvarez Martínez, bajo la dirección de la CIA y del Embajador estadounidense John Dimitri Negroponte, se encargó de desarrollar la “guerra sucia” en el territorio hondureño.

1984: Con vistas a debilitar las resistencias que existían en el Congreso estadounidense hacia su estrategia contrarrevolucionaria en Centroamérica, la Casa Blanca formó una Comisión Nacional Bipartidista presidida por el ex Secretario de Estado Henry Kissinger. Aunque en su informe final se hicieron algunas recomendaciones “reformistas” en el terreno económico, social y político, al final preponderaron sus filos geopolíticos y contrainsurgente; de ahí que sus recomendaciones contribuyeran a extender, por seis años más, la agresión norteamericana contra Nicaragua; por nueve años más, los alevosos crímenes que se cometieron en El Salvador; y por doce años adicionales el genocidio –incluido el etnocidio— que se venía perpetrando en Guatemala.

Igualmente, influyeron en la prolongación de la ocupación militar del territorio hondureño por parte de los Estados Unidos, y en los múltiples abusos y crímenes ejecutados por el Ejército hondureño, por la “contra nicaragüense” y por la soldadesca norteamericana contra diversos líderes populares, así como contra la población civil de ese país centroamericano.

De la misma forma, la administración Reagan incrementó sus presiones sobre el al Presidente boliviano, Hernán Siles Zuazo (1982-1985) – el frente de una coalición de fuerzas de izquierda había llegado al gobierno luego del golpe de Estados de 1982 contra la “narcodictadura” del general Luis García Mesa— para que emprendiera –incluso con el empleo del Ejército— un vasto programa de erradicación de las plantaciones de hojas de coca existentes en ese país.

1985: Ante la profunda crisis que ya comenzaban a sufrir los “regímenes de seguridad nacional” instaurados desde 1964 en Suramérica, la Casa Blanca maniobró con vistas a neutralizar las acrecentadas demandas del movimiento popular. Así, en Argentina –donde, desde 1984, ocupaba la Presidencia el líder del Partido Radical, Raúl Alfonsín— el Departamento del Tesoro de Estados Unidos y el FMI comenzaron a impulsar un draconiano y socialmente costoso programa de “ajuste fiscal” dirigido a garantizar el pago de la abultada deuda externa contraída por el depuesto régimen militar. Presiones parecidas tuvo que soportar el recién inaugurado gobierno brasileño encabezado por el dúo formado por el presidente Tacredo Neves (murió en 1985) y por el vicepresidente José Sarney; quien ocupó la primera magistratura hasta 1990.

Igualmente, el gobierno uruguayo presidido –luego de una negociación con las fuerzas armadas— por el hasta entonces proscrito líder del Partido Colorado, Julio María Sanguinetti (1985-1990).

También todos los gobiernos integrantes, desde 1973, de la Comunidad del Caribe (CARICOM) y el presidente “socialdemócrata” dominicano Salvador Jorge Blanco (1982-1986). Para cumplir los compromisos con los acreedores –con el respaldo de las Fuerzas Armadas y la anuencia de la Embajada estadounidense— este tuvo que emprender brutales medidas represivas contra el movimiento popular. Salvando las diferencias, algo parecido ocurrió en Chile. En ese país, el régimen del general Augusto Pinochet, asediado por las protestas populares, trató de superar la ilegitimidad de su mandato abriendo canales de diálogo con la “oposición burguesa” y mediante una nueva arremetida terrorista contra el movimiento popular.

1986: Gracias a un acuerdo entre los gobiernos de Estados Unidos y Francia, pudo abandonar impunemente Puerto Príncipe el dictador haitiano Jean-Claude Duvalier (Baby Doc), quien había sido derrocado por una revuelta popular. “Santificado” por la Casa Blanca, lo sustituyó un Consejo General de gobierno, en el que tenía un peso decisivo el sanguinario general Henry Namphy.

Paralelamente, la prensa estadounidense comenzó a develar los detalles de lo que posteriormente se denominó el “escándalo Irán-contra”;o sea, la estrecha vinculación de altos funcionarios del gobierno de Ronald Reagan —entre ellos, el integrante del Consejo Nacional de Seguridad, coronel Oliver North— y de sus asesores militares en El Salvador, con el tráfico de drogas y el contrabando de armas provenientes de Irán y dirigidas a desplegar su “guerra sucia” contra la Revolución sandinista. Esa denuncia debilitó la estrategia norteamericana contra Centroamérica, lo que facilitó la acción diplomática del Grupo de Contadora (integrado por Colombia, México, Panamá y Venezuela) y del llamado “grupo de amigos de Contadora” (Argentina, Brasil, Perú y Uruguay). Estos y otros gobiernos democráticos suramericanos, integraron el Grupo de Concertación y Cooperación de Río de Janeiro, conocido como “el grupo de Río”.Pese a las resistencias oficiales estadounidenses, dicho grupo propugnó una “salida política-negociada a la crisis centroamericana. También demandó negociaciones con los acreedores para resolver “la crisis de la deuda externa” que afectaba el continente desde 1982.

Paralelamente, sobre la base de su reciente definición del “narcotráfico” como un peligro para “la seguridad nacional” de Estados Unidos, el dúo Reagan-Bush comenzó a presionar a los gobiernos de Víctor Paz Estenssoro (1986-1990) en Bolivia, Alan García (1985-1990) en Perú y Virgilio Barco (1986-1990) en Colombia con vistas a que emprendieran la posteriormente llamada “guerra contra las drogas”. Con la “ayuda” estadounidense, las fuerzas militares colombianas y peruanas, así como sus grupos “paramilitares” se implicaron en una brutal represión contra la población campesina residente en las zonas donde operaban las denominadas “narcoguerrillas”.

Simultáneamente, en Bolivia un contingente del SOUTHCOMAND comenzó a participar directamente en el militarizado “Plan Dignidad” dirigido a erradicar la producción de hojas de coca en diversas zonas del país. Con esa ayuda –y utilizando parte del arsenal del terrorismo de Estado— el ya antipopular gobierno de Paz Estenssoro comenzó una dura represión contra los opositores al “ajuste fiscal” elaborado por el FMI y contra los campesinos, los trabajadores rurales y las comunidades indígenas productoras de hojas de coca.

1987: Para tratar de contener la intensa movilización popular que se desarrollaba en Haití, así como para “controlar” los resultados de las elecciones programadas para fines de ese año, las Fuerzas Armadas de Haití (FAH) –en particular, el batallón Leopardo, entrenado y equipado por Estados Unidos— y “escuadrones de la muerte” formados por los servicios de seguridad emprendieron diversos actos terroristas contra sectores de la población; entre ellos, la Masacre de Jean Rabel (en la que fueron ultimados más de mil campesinos) y el asesinato del líder del Movimiento Democrático para la Liberación de Haití, Louis-Eugène Athis. No obstante, la Casa Blanca elogió a los altos mandos de las FAH por haber “liberalizado” el régimen, duplicó su ayuda financiera y envió asesores militares para entrenar al Ejército haitiano en acciones antimotines. También altos funcionarios estadounidenses se reunieron varias veces de manera secreta con el criminal general haitiano William Régala y el Pentágono envió diversas naves de guerra y 2 4000 marines a realizar “maniobras” frente a las costas de Haití.

Paralelamente, gracias a la resistencia de la Revolución sandinista, al “empate estratégico” que se había producido en El Salvador, a los cambios políticos que, desde el año precedente, se habían provocado en Costa Rica, Honduras y Guatemala, así como al respaldo de diversos organismos internacionales, todos los mandatarios centroamericanos [Óscar Arias (1986-1990); José Napoleón Duarte (1984-1989); Vinicio Cerezo (1986-1991); José Simón Azcona (1986-1990) y Daniel Ortega(1984-1990)] concluyeron los Acuerdos de Esquipulas, Guatemala. Estos estipularon, entre otras cosas, la retirada de la región de todas las fuerzas militares extranjeras, no apoyar a fuerzas irregulares y movimientos insurreccionales centroamericanos y a no permitir que sus correspondientes territorios fueran empleados para agredir a otros Estados.

Sin embargo, ese proceso no paralizó la “guerra sucia” de Estados Unidos contra Nicaragua, ni las cruentas estrategias contrainsurgentes que –con el decisivo respaldo de la Casa Blanca— continuaban desarrollando los gobiernos y las Fuerzas Armadas de El Salvador y Guatemala. Tampoco eliminó la virtual ocupación militar de Honduras por las fuerzas militares estadounidenses y por sus sicarios de la “contra” nicaragüense, ni los actos terroristas perpetrados por estas contra la población civil hondureña y nicaragüense.

1988: Luego de la amañadas elecciones presidenciales en las que –en medio de un clima terrorista y luego de una negociación entre la Casa Blanca y los altos mandos de las FAH— resultó “electo” el antiguo duvalierista Leslei F. Manigat, el general Henri Namphy encabezó un cruento golpe de Estado que, hasta septiembre del propio año (fecha en que derrocado por “un grupo de sargentos”), derogó la Constitución aprobada por el masivo referéndum en 1987 y emprendió una brutal represión contra todas las fuerzas opositoras a su mandato. Pese a las demandas de estas y de diversos congresistas liberales norteamericanos, la Casa Blanca rechazó toda posibilidad de intervenir unilateral o “colectivamente” (a través de la OEA o de la OECO) en “los asuntos internos” de Haití; por el contrario, admitió la constante violación por parte del gobierno de República Dominicana del bloqueo económico contra la nueva dictadura haitiana y reprimió a las oleadas de “emigrantes económicos” que –huyendo de la represión— se dirigían hacia Estados Unidos.

Simultáneamente, la administración Reagan continuó exigiendo la “democratización” del régimen sandinista como condición imprescindible para cumplir los Acuerdos de Esquipulas y, unida al Congreso, emprendió diversas maniobras dirigidas a desestabilizar el gobierno panameño entonces comandado por el ex agente de la CIA y entonces Jefe de las Fuerzas de Defensa de ese país, general Manuel Antonio Noriega. Como parte de esas maniobras, el Pentágono reforzó sus fuerzas militares acantonadas en la Zona del Canal de Panamá con el pretexto de “resguardar” esa vía interoceánica y de “proteger la vida, las propiedades y los intereses estadounidenses” en ese país. En ese contexto, los aparatos ideológicos de Estados Unidos incrementaron sus acusaciones acerca de la vinculación de Noriega con “el narcotráfico internacional”.

A la par, en medio del clima de terror que seguía imperando en Chile, el establishment de la política exterior y de seguridad estadounidense respaldó la decisión del general Augusto Pinochet de convocar un plebiscito dirigido a legitimar la prolongación de su dictadura. Asimismo, pese a su creciente aislamiento interno e internacional, mantuvo su respaldo a la criminal y corrupta satrapía de Alfredo Stroessner, vinculada al contrabando y tráfico de drogas a través del territorio paraguayo.

1989: El recién electo Presidente estadounidense George H. Bush (1989-1993) aceptó las promesas del millonario general duvalierista Prósper Avril (quien había manipulado “el golpe de Estado de los sargentos” del año precedente) de emprender un proceso de “democratización irreversible” en Haití. Pese a esas promesas –con el silencio cómplice de la Casa Blanca— Avril, luego de derrotar un intento de golpe de Estado del batallón Leopardo, continuó reprimiendo el movimiento popular.

Paralelamente, la Casa Blanca aceleró sus diversas maniobras desestabilizadoras –incluido el bloqueo económico— contra el gobierno panameño. A tal fin –en el contexto de las monitoreadas elecciones que se efectuaron en ese país— incrementó sus fuerzas militares en el Canal de Panamá y, luego de los indefinidos resultados de esos comicios y de una frustrada mediación de la OEA, emprendió una brutal intervención militar contra ese país. Como resultado de ella se instauró el gobierno títere del “civilista” Guillermo Endara (1989-1994) y capturó al general Noriega, quien –sentando un nuevo precedente intervencionista— fue sancionado como “narcotraficante” por los tribunales norteamericanos.

Al mismo tiempo, la Casa Blanca anunció la Iniciativa Andina Antidrogas. Como parte de la misma se incrementó la ayuda militar y policial a Bolivia, Colombia y Perú. En ese contexto, envió equipos, asesores militares y equipos de Fuerzas Espaciales a Colombia con vistas a ayudar a las Fuerzas Militares de ese país a combatir la “narcoguerrilla” y el “narcotráfico”.

Paralelamente, y sin abandonar su apoyo político-militar a la “contra”, la USAID amplió su llamada “intervención democrática” en Nicaraguay respaldó el golpe de Estado que derrocó en Paraguay a la longeva satrapía de Alfredo Stroessner. Mucho más porque lo sustituyó –primero de facto y, luego, “constitucionalmente”— el general Andrés Rodríguez, previamente vinculado a los crímenes y latrocinios de su predecesor.

1990: A causa de los duros efectos económicos y sociales de la prolongada “guerra sucia” desarrollada por el dúo Reagan-Bush contra la Revolución sandinista, así como gracias al voluminoso apoyo financiero que la USAID y el National Endowment for Democracy (fundada en 1981, a propuesta de la CIA, por el gobierno y el Congreso de los Estados Unidos) le concedió a la llamada Unión Nacional de Oposición (en la que participaron importantes figuras somocistas), en las elecciones presidenciales fue derrotado el candidato del FSLN, Daniel Ortega. Con el descarado respaldo oficial estadounidense asumió la Presidencia de Nicaragua, Violeta Barrios de Chamorro (1990-1997), quien asimiló las presiones políticas y económicas norteamericanas dirigidas a eliminar los “enclaves sandinistas”, particularmente en el Ejército y en las fuerzas de seguridad nicaragüenses.

En contraste, la Casa Blanca respaldó la llamada “transición pactada a la democracia en Chile”, mediante la cual el ya Presidente Patricio Aylwin (1990-1994), había aceptado la Constitución impuesta por Augusto Pinochet y, por consiguiente, la pervivencia de los denominados “enclaves autoritarios” en diversas instituciones estatales.

Paralelamente, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, el FMI y el Banco Mundial elaboraron el denominado “Consenso de Washington”, cuyas “recetas neoliberales” (expresadas en los llamados Planes de Ajuste Estructural) se convirtieron en un poderoso instrumento intervensionista en los asuntos internos de la mayor parte de los Estados latinoamericanos y caribeños.

Mientras, la administración de George H. Bush promulgó la llamada “Ley Iniciativa para las Américas” dirigida a fomentar un “área de libre comercio” desde “Alaska hasta la Tierra del Fuego”. En ese contexto, comenzaron las negociaciones con el gobierno de Canadá –encabezado por el Primer Ministro conservador Brian Mulroney (1984-1993)— y con el gobierno de México –presidido por Carlos Salinas de Gortari (1988-1994)— del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés). Para disgusto de las fuerzas populares canadienses y mexicanas, así como para ciertos sectores de la sociedad estadounidense, estas concluyeron en 1992.

1991: Bajo la presión de la Casa Blanca y en contubernio con importantes gobiernos del Hemisferio Occidental (incluido Canadá, cuyo gobierno había ingresado a la OEA en el año precedente), la Asamblea General de esa organización efectuada en Santiago de Chile aprobó el llamado “Compromiso de Santiago de Chile con la Democracia y la Renovación del Sistema Interamericano”: pacto que, en los años sucesivos, institucionalizó las llamadas “intervenciones democráticas colectivas” emprendidas, con mayor o menor rectitud y consistencia, por la Secretaria General de la OEA (y su mentor: el gobierno de Estados Unidos) en diversos países latinoamericanos y caribeños.

Las falacias de ese compromiso “panamericano” con la “democracia representativa” rápidamente se demostraron en [[Category:Haití|Haití], donde los sectores más reaccionarios emprendieron un sangriento golpe de Estado contra el recién electo Presidente constitucional Jean-Bertrand Aristide. Asumió el gobierno el Teniente General duvalierista Raúl Cedrás (1991-1994), quien de inmediato emprendió una sangrienta represión contra la generalizada repulsa popular y, en particular, contra los partidarios de Aristide.

Según las indagaciones históricas, aunque la Casa Blanca lamentó “el derrocamiento de un gobierno constitucional electo democráticamente”, pronto comenzó a “enviar señales confusas” que disociaban “el retorno a la democracia” del regreso de Aristide de su exilio venezolano; lo que alentó a los golpistas a mantenerse en el poder, así como a continuar sus crímenes y latrocinios, incluida su estrecha vinculación con el tráfico de drogas, sobre todo porque con extrema displicencia la administración Bush dejó en manos de la OEA la solución del “problema haitiano”.

1992: Como parte de su prolongada guerra económica y política contra la Revolución cubana y con el apoyo expreso del candidato demócrata a la Presidencia, William Clinton, la Casa Blanca —instigada por la llamada “mafia cubana de Miami” y con el apoyo de los sectores más reaccionarios del Congreso estadounidense— promulgó de la denominada “Enmienda Torricelli”, por medio de la cual se pretendía lograr el asilamiento internacional y la rendición mediante el hambre y las enfermedades del pueblo cubano, así como impulsar la presunta “subversión pacífica y democrática” del gobierno revolucionario de ese país.

A su vez, como parte de la “guerra contra las drogas”, la Casa Blanca, el Pentágono y otras agencias estadounidenses (como la CIA y la DEA) ampliaron su intervención política y militar en Colombia, Bolivia y Perú. En el primero de esos países los asesores militares estadounidenses respaldaron las constantes masacres de la población civil y los asesinatos políticos perpetrados por las Fuerzas Militares o por los grupos paramilitares (las ahora llamadas Auto Defensas Unidas de Colombia) con el contubernio de sucesivos gobiernos y de las Fuerzas Armadas colombianas.

A su vez en Bolivia, con diversas amenazas (incluida la suspensión de la ayuda económica) la administración Bush presionó exitosamente al presidente Jaime Paz Zamora (aliado, entre 1989 y 1993, con el criminal ex dictador Hugo Banzer) para que prosiguiera la militarización de la lucha contra las drogas y la erradicación forzosa de las “plantaciones ilegales” de coca existentes en ese país.

En Perú, el SOUTHCOM fortaleció la base militar de Santa Lucia y apoyó –junto a la CIA— las criminales estrategias contrainsurgentes desplegadas por el régimen cívico-militar de Alberto Fujimori (1990-2000). A pesar de que este había disuelto el Congreso, anulado algunos artículos de la Constitución y encarcelado o asesinado a cientos de opositores políticos so pretexto de la lucha contra “la narcoguerrilla”, su “democracia represiva” fue legitimada por una misión enviada por la OEA en cumplimiento su “Protocolo de Washington”. Este autorizó a esa organización a emprender “intervenciones democráticas” de diversos tipos en cualquiera de sus Estados miembros. Paralelamente, la Casa Blanca mantuvo su displicencia frente a las prácticas terroristas desplegadas en Haití por el dictador Raúl Cedrás; quien, en todo momento, desdeñó la “mediación” de la OEA.

[editar]LAS “INTERVENCIONES DEMOCRÁTICAS” DE WILLIAM CLINTON
1993: En correspondencia con su posteriormente denominada “Doctrina de la Expansión de la Democracia y el Libre Mercado” (sucedánea de la “doctrinas” de “contención al comunismo” que, desde 1945, guiaron las estrategias de seguridad nacional de sus antecesores), la recién inaugurada administración del demócrata William Clinton (1993-2001), continuaron los esfuerzos por “reconciliar” al Presidente Jean-Bertrand Aristide (quien ya se encontraba residiendo en Washington) con las criminales fuerzas golpistas encabezadas por el general Raúl Cedrás. Ese empeño concluyó en el llamado Acuerdo de la Isla de Gobernador, ubicada en Nueva York, mediante el cual –a instancias de los “mediadores oficiales estadounidenses”— el mandatario haitiano, a cambio de su retorno al país, se comprometió, entre otras cosas, a disminuir su poder personal, a aplicar las “recetas neoliberales” del Consenso de Washington y a dejar impunes a los autores intelectuales y materiales de los miles de crímenes de lesa humanidad perpetrados por los golpistas. A pesar de esas concesiones, Aristide no pudo regresar a su patria hasta octubre del año siguiente.

Mientras tanto, se mantuvo el embargo económico decretado por la ONU y el bloqueo por parte de fuerzas navales estadounidenses y canadienses de las costas haitianas, así como la contención del flujo de emigrantes hacia Canadá y Estados Unidos, muchos de los cuales fueron brutalmente recluidos en la mal llamada Base Naval de Guantánamo.

Paralelamente, la administración Clinton se implicó en otra “intervención democrática” en Guatemala, cuando su entonces Presidente Jorge Serrano Elías, respaldado por sectores del Ejército, anuló la Constitución y disolvió el Congreso. La falta de apoyo interno y las gestiones internacionales propiciaron la derrota de esa intentona y el nombramiento de Ramiro León Carpio hasta los próximos comicios. A su vez, aplicando la Enmienda Torricelli, la Casa Blanca comenzó a fortalecer el carácter extraterritorial de su guerra económica contra Cuba y a elaborar las estrategias (el llamado “two track” de la antes referida enmienda) que debían conducir a la “subversión pacífica y democrática” del gobierno de ese país.

A la par, el Congreso norteamericano continuó amenazando con sus llamadas “desertificaciones” a todos aquellos gobiernos latinoamericanos y caribeños que no “cooperaran” con Estados Unidos en la “guerra contra las drogas”. Muchos de ellos –en primer lugar, los de Bolivia, Colombia, México y Perú— continuaron enviando a sus cuadros militares a recibir entrenamiento “antinarcóticos” en la tristemente célebre Escuela de las Américas y en otras instituciones militares y policiales de Estados Unidos.

1994: Luego de introducirle las denominadas “enmiendas laboral y medio ambiental” el Congreso estadounidense y la Casa Blanca ratificaron el NAFTA negociado por la administración precedente. En esa ocasión, el Presidente William Clinton convocó a todos los gobiernos “democráticos” del Hemisferio Occidental –con excepción del de Cuba— a la Primera Cumbre de las Américas, cónclave que se efectuó en Miami a fines del propio año.

Previamente, cumpliendo un acuerdo del Consejo de Seguridad de la ONU y luego de fortalecer su bloqueo naval contra Haití, las fuerzas armadas estadounidenses ocuparon ese país. Fiel a los acuerdos de la Isla de Gobernador, Aristide retornó a su patria y, en consulta con la Casa Blanca, nombró un Primer Ministro y facilitó la salida del país de los altos militares implicados en la brutal represión de los años precedentes.

Por otra parte, luego de la firma del NAFTA y acorde con el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, el Pentágono amplió la preparación y el equipamiento de las Fuerzas Armadas y policiales mexicanas en diversas técnicas “antinarcóticos” y contrainsurgentes, medidas dirigidas, en primer lugar, a extender hacia el Sur el área de seguridad estadounidense y a tratar de derrotar los destacamentos indígenas comandados por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) que habían realizado un resonante pronunciamiento político-militar a comienzos del año.

Paralelamente, y en contradicción con los acuerdos migratorios firmados entre ambos gobiernos desde 1984, la administración Clinton disminuyó el número de visas entregadas a ciudadanos y ciudadanas cubanas y comenzó a estimular su salida ilegal hacia Estados Unidos, lo que produjo algunos incidentes en la capital de la isla. En respuesta, el gobierno cubano suspendió sus medidas de control sobre las salidas ilegales de aquellos cubanos que quisieran emigrar hacia territorio estadounidense. En ese contexto, la administración Clinton suspendió la “política de puertas abiertas” a todos los emigrantes procedentes de Cuba y comenzó a interceptarlos en alta mar y a confinarlos en la mal llamada Base Naval de Guantánamo.

1995: Dándole continuidad a su “guerra contra las drogas” y reaccionando frente a las objeciones expresadas por el Presidente colombiano Ernesto Samper (1994-1998) frente a la política interna y externa seguida por su antecesor, la Casa Blanca y la maquinaria de la propaganda política exterior de Estados Unidos amplificó las acusaciones de que el mandatario colombiano había recibido “dineros calientes” provenientes del “narcotráfico” para su campaña electoral, lo que deterioró sensiblemente las relaciones entre ambos países.

A su vez, sobre la base de los enunciados de la Enmienda Torricelli, la administración de William Clinton nombró un coordinador para su política contra Cuba, quien comenzó a dar diversos pasos dirigidos a implementar el two track contra la Revolución cubana. También –a pesar de los nuevos acuerdos migratorios firmados entre ambos países y de las continuas denuncias del gobierno cubano— la Casa Blanca mantuvo una actitud displicente contra los provocadores vuelos sobre las aguas jurisdiccionales cubanas organizados por la organización contrarrevolucionaria “Hermanos al Rescate”, radicada en Miami y con estrechos vínculos con las agencias de seguridad de Estados Unidos.

1996: A causa de sus propias debilidades e instigado por los sectores más reaccionarios del Congreso norteamericano, al igual que por la “mafia cubana de Miami” y tomando como pretexto el derribo por parte de la fuerzas aéreas cubanas de una avioneta de la organización contrarrevolucionaria “Hermanos al Rescate” que, previamente, había sobrevolado en forma provocadora la capital cubana, el presidente William Clinton promulgó la denominada “Ley Helms-Burton”. Mediante esta, el poder ejecutivo quedó obligado a impulsar nuevas acciones para el derrocamiento de la Revolución cubana, así como a continuar presionando con tal fin a los gobiernos y a las empresas privadas de diversos países del mundo —entre ellos, Canadá, América Latina y el Caribe— que mantuvieran relaciones con Cuba.

Paralelamente, la Casa Blanca emprendió otra “intervención democrática” en América Latina y el Caribe. En esta ocasión, contribuyó a conjurar, mediante diversas acciones diplomáticas, un intento de golpe de Estado contra el Presidente paraguayo Juan Carlos Wasmosy (1993-1998) protagonizado por Comandante en Jefe del Ejército, general Lino César Oviedo, acusado de estar comprometido con muchos de los crímenes perpetrados por la satrapía de Alfredo Stroessner.

Por otra parte, el Congreso norteamericano “desertificó” y suspendió la ayuda económica y militar al gobierno colombiano acusando al Presidente colombiano de haber recibido dinero del “narcotráfico” y le negó la visa a dicho mandatario para viajar a la Asamblea General de la ONU en su condición de presidente pro tempore del Movimiento de Países No Alienados.

1997: A pesar de las constantes protestas del gobierno colombiano y de gobiernos latinoamericanos y caribeños el Congreso norteamericano volvió a “desertificar” a Colombia por no “cooperar en la lucha contra las drogas”. En consecuencia, mantuvo la suspensión de la ayuda económica y militar estadounidense al gobierno colombiano. Paralelamente, la administración de William Clinton, incrementó sus presiones con el Presidente de Haití, René Prèval (1996-2000) como consecuencia de la crisis política que atravesó dicho país a causa de lo que la oposición denominó “los fraudulentos resultados de las elecciones parlamentarias” de abril, al igual que de las elecciones suplementarias realizadas durante los meses de julio y agosto de este año. Ante esa situación, “la comunidad internacional”, encabezada por Estados Unidos, disminuyó o canceló la ayuda económica que le venía ofreciendo al gobierno de Haití, lo que profundizó la crisis económica y social de esa depauperada nación caribeña. Esto motivó la renuncia del Primer Ministro, Rosny Smarth, a partir de la cual Prèval no pudo encontrar el apoyo parlamentario requerido para nombrar a su sucesor. En ese contexto, se incrementaron los crímenes políticos atribuidos tanto al gobierno, como a la oposición derechista; Mucho más, después que –siguiendo el “ejemplo” de Estados Unidos— todas las fuerzas militares de la ONU abandonaron Haití.

Paralelamente, con vistas a contener las llamadas “emigraciones incontroladas” hacia su territorio, la Casa Blanca continuó construyendo un enorme muro a lo largo de su extensa frontera con México, zona en la cual se produjeron decenas de asesinatos de latinoamericanos que pretendían llegar al territorio estadounidense.

1998: Siguiendo los planes de reestructuración de las fuerzas armadas estadounidenses diseñados por la administración de William Clinton, preparándose para la salida de sus tropas de la Zona del Canal de Panamá y contra la voluntad de los pueblos latinoamericanos y caribeños, el cada vez más fortalecido SOUTHCOM comenzó a dislocar en Puerto Rico sus principales efectivos (el llamado Ejército Sur) y a impulsar –acorde con los gobiernos de esos países— la instalación de nuevas bases o facilidades militares (llamadas FOL, por sus siglas en inglés) en Manta, Ecuador; Soto Cano, Honduras; al igual que en Aruba y Curazao: islas caribeñas aún sometidas al control colonial de Holanda. Igualmente, instaló en su propio territorio y en diversos países del continente un potente sistema de radares con capacidad para controlar ilegalmente el espacio aéreo y naval de casi todas las naciones de América Latina y el Caribe.

Por otra parte, la Casa Blanca presionó a los gobiernos de Antigua, Barbados, Dominica, Granada, Jamaica, San Kitts y Nevis, Santa Lucia, San Vicente y Las Granadinas y Trinidad y Tobago con vistas a que firmaran Tratados de Asistencia Legal Mutua que –junto a los Tratados de lucha contra las drogas (los llamados Sheapriders Agrements) signados entre 1995 y 1997— institucionalizaron las sistemáticas operaciones de guardacostas norteamericanos en las aguas jurisdiccionales de esas pequeñas islas caribeñas. Lo anterior –al igual que las crecientes acciones norteamericanas contra “el lavado de dinero” y contra “las migraciones incontroladas”— acentuó la despreocupación estadounidense frente a los serios problemas económicos, sociales y ambientales que están afectando a las naciones de la Cuenca del Caribe.

Paralelamente, en respuesta a la negativa del presidente Ernesto Pérez Valladares (1995-1999) a autorizar la permanencia en Panamá de 2 500 efectivos militares estadounidenses, la administración de William Clinton desconoció aquellos aspectos de los Tratados Torrijos-Carter de 1997 que comprometen a Estados Unidos a descontaminar las áreas adyacentes al Canal de Panamá que durante 60 años fueron utilizadas por el Pentágono como polígonos de tiro y experimentación, incluso de armas químicas y radiactivas.

Asimismo, según se denunció, en ese año recibieron instrucción militar en la Escuela de las Américas 778 militares de varios países de América Latina y el Caribe; la mayor parte de ellos en técnicas contrainsurgentes y de luchas contra las drogas. Así se confirmó en Bolivia, donde el gobierno constitucional del ex dictador Hugo Banzer (1997-2001), con asesoramiento estadounidense, emprendió una brutal arremetida contra los campesinos cocaleros de la zona del Chapare.

A la par, como un nuevo acto de agresión contra Cuba, el FBI detuvo a un grupo de cubanos radicados en Miami –entre ellos, a Gerardo Hernández, Ramón Labañino, Antonio Guerrero, Fernando González y René González— bajo la falsa acusación de realizar actividades de espionaje contra Estados Unidos. Antes de ser condenados en el 2003 por un espurio Tribunal de Miami, las autoridades norteamericanas los mantuvieron durante 33 meses sometidos a diversas formas de trato degradante e inhumano. Según demostró posteriormente el gobierno cubano, esos “cinco héroes prisioneros del imperio” realmente formaban parte de una red de oficiales y agentes de la Seguridad del Estado cubana infiltrada dentro de los grupos terroristas de origen cubano que operan en y desde Miami.

Las autoridades cubanas también demostraron que la desactivación de esa red fue posible gracias a las informaciones y pruebas que oficialmente se les habían entregado a la administración de William Clinton –a través de una delegación del Buró Federal de Investigaciones (FBI) que visitó La Habana— acerca de la participación de personas residentes en Estados Unidos en la ola de atentados terroristas contra la industria turística cubana que se había producido en el año precedente, así como con relación a otras acciones terroristas que esas personas pretendía realizar en los próximos meses. Esa revelación reiteró la complicidad del establishment de seguridad de Estados Unidos en los crímenes que han cometido en Cuba y en otros países del mundo las organizaciones contrarrevolucionarias cubanas radicadas en territorio estadounidense o de otros países centroamericanos, como El Salvador y Guatemala.

1999: Luego de las intensas movilizaciones populares provocadas por el asesinato del vicepresidente Luis María Egaña y de otras siete personas, así como de un nuevo intento de golpe de Estado encabezado por el ex general Lino Oviedo en complicidad con el presidente Raúl Cubas Grau (1998-1999), la Embajada de los Estados Unidos en Paraguay “negoció” la salida impune de este último y –mediante otra “intervención democrática”— presionó para que se le entregara el gobierno al presidente del Congreso, Luis González Macchi; quien, siguiendo los postulados de Consenso de Washington, emprendió un draconiano e impopular Plan de Ajuste Estructural de la economía paraguaya. Paralelamente y no obstante las conversaciones de paz que inició con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP), el presidente colombiano Andrés Pastrana (1998-2002) y su homólogo William Clinton restablecieron sus convenios de ayuda militar y de lucha contra las drogas. En consecuencia, se desplegaron en Colombia decenas de asesores militares estadounidenses. Con su complicidad sólo en este año se produjeron en ese país suramericano 257 masacres (con 1605 víctimas); 2 069 asesinatos selectivos; 431 desapariciones forzadas; 334 personas torturadas y 33 147 víctimas de amenazas de muerte por razones políticas. También se calcularon en 1,5 millones las personas desplazadas de sus hogares a causa de violencia oficial o de la “guerra sucia” desatada por grupos militares toleradas por el Estado.En la base de esa participación estadounidense en el conflicto interno colombiano estaba el criterio del SOUTHCOM de que Colombia constituye “la mayor amenaza” para la seguridad nacional de Estados Unidos y para la “seguridad interamericana”.

Paralelamente, en México, con el decidido respaldo político-militar norteamericano, el gobierno de Ernesto Zedillo (1994-2000) desencadenó una violenta ofensiva militar dirigida a desarticular las bases de sustentación social y a ocupar militarmente la zona donde se suponía estaba ubicada la Comandancia del EZLN.

2000: A pesar de las demandas de las organizaciones internacionales preocupadas por las constantes violaciones de los derechos humanos y del rechazo del pueblo colombiano, así como sobre la base de una solicitud del presidente Andrés Pastrana, el presidente William Clinton aprobó el denominado “Plan Colombia” elaborado en Estados Unidos. Con el pretexto de la lucha contra el “narcotráfico” y de defender el “ordenamiento democrático” en ese país suramericano, con ese multimillonario plan, con la participación directa del Pentágono, de otras agencias oficiales y de “contratistas” (mercenarios) estadounidenses y de otros países, se pretenden destruir los principales efectivos del experimentado movimiento guerrillero colombiano –en particular de las FARC-EP y del Ejército de Liberación Nacional— y, sobre todo, aterrorizar a las bases de sustentación social de cualquier proyecto alternativo a las clases dominantes colombianas. Con el primero de dichos fines, la Casa Blanca presionó a los gobiernos de Ecuador, Perú y Brasil para que sus correspondientes fuerzas armadas sirvieran como “yunque” de las operaciones contra las “narcoguerrillas” que se desarrollen en Colombia.

A su vez —pese a las intensas movilizaciones del pueblo puertorriqueño—, la Casa Blanca autorizó la continuidad de los bombardeos y otros ejercicios militares en la isla Vieques.

Paralelamente, violando los Acuerdos de Paz de 1992 suscritos con el FMLN y también con el pretexto de la lucha contra el “narcotráfico”, los gobiernos de Estados Unidos y El Salvador firmaron un tratado mediante el cual se instaló en el aeropuerto internacional de Comalapa (a 45 kilómetros de San Salvador) un centro de monitoreo de la Marina de Guerra que le permitirá al Pentágono el control del espacio aéreo y marítimo de todos los países centroamericanos.

Asimismo, en una nueva “intervención democrática” en Haití, el presidente William Clinton- le impuso al recién reelecto presidente Jean-Bertrand Aristide (2001-2003) el tutelaje de la OEA en los asuntos internos haitianos y fuertes compromisos en la “guerra contra el narcotráfico”, así como en el control de la emigración hacia Estados Unidos como condición para su reconocimiento por la “comunidad internacional” y para la entrega de la ayuda económica internacional que tanto necesita ese empobrecido país caribeño.

En contraste, la Casa Blanca y la OEA aceptaron la promesa del corrupto y criminal Presidente peruano Alberto Fujimori (1990-2000) de convocar a nuevas elecciones como “solución” al estallido popular que produjo el descarado fraude electoral que este había perpetrado con el concurso de su tenebroso asesor personal, el agente de la CIA y de los narcotraficantes Vladimiro Montesinos, al igual que con el apoyo del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas. Aunque esa maniobra no pudo impedir el derrocamiento de Fujimori, facilitó el posterior ascenso a la Presidencia de otro subalterno de la Casa Blanca, Alejandro Toledo.


FIN QUINTA PARTE

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